Pues sí, amigos, esto de la IA o la AI, si lo vemos en inglés, va invadiendo nuestras vidas poco a poco. Casi sin darnos cuenta, en, prácticamente, todos los ámbitos de nuestro espacio laboral y lúdico, se nos cuela, muchas veces sin saberlo, esta herramienta tecnológica que, sin duda, está ya revolucionando el tiempo en el que vivimos y lo que nos queda. No cabe duda de que ha venido para quedarse entre nosotros y convivir como uno más de la familia, esperemos que con amabilidad y bondades, aunque ya sabemos cómo se las gastan estos artificios de ciencia digital.
La verdad es que hay campos interesantísimos en los que su ayuda puede suponer avances increíbles. Su capacidad para definir, ordenar y relacionar datos a una velocidad vertiginosa es, indudablemente, algo inalcanzable para una mente humana que, necesariamente, necesita mucho más tiempo para sacar conclusiones. Así pues, será fundamental en la investigación médica, por ejemplo, ya que es capaz de analizar datos de laboratorio y otros datos médicos para garantizar diagnósticos precoces en segundos y acelerar, así, terapias apropiadas para cada enfermedad. La IA se utiliza, también, para identificar defectos y deficiencias de nutrientes en suelos agrícolas y para garantizar la seguridad de los datos en la mayoría de las empresas. Por supuesto, es una herramienta brutal en educación, ayudando a crear experiencias de aprendizaje generando y proporcionando resúmenes de audio y vídeo y planes de estudio. Bueno, y ya os imagináis que en muchos otros campos más.
Venga, que ahora viene lo malo. Resulta que, recientes estudios neurológicos, parecen demostrar que nuestro cerebro se relaja en exceso cuando se abusa del uso de la IA. Es decir, puede poner en peligro el pensamiento propio de la sociedad y generar una masa social que, a largo plazo, llegue a perder su capacidad deductiva, ya que se pierde atención y retentiva, desajustando nuestros cerebros. Algo totalmente contra evolutivo. Si este desajuste puede compensarse de algún modo, está por ver. En fin, que no hay bien que por mal no venga, ¡mecachis!
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