Cuando era joven siempre pensaba que las injusticias, la desigualdad o la pobreza se podrían reparar, sin problema, desde una perspectiva política de sentido común. Creía, de verdad, que todo era una cuestión de actitud, de decisión y que no podía ser algo tan difícil de solventar cuando tenías la sartén por el mango. Imaginaba disponer de las herramientas necesarias y de los recursos suficientes y decidir emplearlos en distribuir, equitativamente, absolutamente todo para conseguir un equilibrio global a nivel social, económico, educacional, laboral, etc.
Tengo un amigo que siempre dice que debería existir un partido político que fuera PSC: Partido del sentido común, je, je. No tardé mucho en descubrir que todo lo que mi mente maquinaba tenía una clara denominación en este mundo: UTOPÍA. Supongo que la ingenuidad de mis primeros años, tan positiva muchas veces, era la culpable de generar tantas ilusiones en mí. Después me di cuenta de que, a pesar del significado pesimista de la palabra: “proyecto deseable pero irrealizable”, lo importante era ir construyendo un camino que finalizara en ese objetivo. Eso sí sería posible, digo yo. Qué pena que, años más tarde, me percatara con claridad de que el “sentido común” resultaba no ser algo objetivo. Lo que para unos tenía ese sentido, para otros no y viceversa. Además, resulta que había otro actor principal que lo echaba todo a perder: la despiadada Macroeconomía y sus empresas manipuladoras. Una sarta de apisonadoras que les da igual si debajo hay chatarra o personas.
En fin, que ahora ya en mi edad madura, he descubierto otra palabra que describe con más exactitud la evolución de la humanidad en estos días inciertos que nos toca vivir: DISTOPÍA. ¡Qué triste! ¡Quiero volver a ser un niño!
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