Fue un viernes raro, el día amaneció triste y gris, como premonitorio de algo malo por venir.
Estaba en la estación esperando el tren y oí mucho alboroto y gritos en el andén de enfrente, allí estaba él, una especie de mendigo con melena larga y buena planta al que ya llevaba tiempo viendo en mi recorrido al trabajo.
La mayoría de los días hablaba alto y decía cosas que no se oían o quizá no entendiéramos bien, la gente a veces se agolpaba a escucharle y lo aclamaba, yo a veces llegaba a comprender alguna palabra, una vez le vi abrazarse a otro mendigo y al hablarle dijo «hermano».
Seguía hablando y moviéndose, en un momento dado se paró delante de unos niños y dio a cada uno de ellos un trozo de pan que sacaba de sus bolsillos aunque me pareció que daba mucho pan para unos bolsillos tan pequeños.
Hoy estaba especialmente nervioso y en movimiento, le vi separar a dos hombres que estaban riñendo y claramente dijo: «perdonaos».
Los hombres se rieron de él y le zarandearon, él se agachó y dio la impresión de que escribía algo con el dedo en el suelo mientras decía claramente: «piedra».
Se levantó y pareció que quiso lanzar algo, los hombres que peleaban le empujaron y el mendigo cayó a las vías.
Todos corrimos a verlo, yacía muerto con los brazos en cruz y una paloma en la mano.
Pero más raro fue el domingo, el día amaneció claro y soleado, compré el pan y el periódico y hablé con aquel jardinero largamente sobre la vida y la familia, él me dijo que quería visitar a su padre y al despedirnos, ya de lejos, me dijo: ¨«te veo todas las mañanas en el andén del tren».
Pensé que todo siempre se repite y a veces los acontecimientos nos tocan el corazón, miré atrás y ya no había nadie, solo ese día claro, brillante y luminoso.
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