Resulta que, el otro día, mientras esperaba mi turno en la concurrente carnicería del nuevo Alimerka de nuestro municipio, me llegan cuatro largos mensajes que, debido a ese tiempo muerto, puedo leer con detenimiento. Menos mal que llevaba unas gafas de sol para poder camuflar la humedad y rojez de mis ojos que, inevitablemente, iba creciendo a raíz que avanzaba en la lectura.
Ni me acordaba, pero, hace 30 años, hicimos un concierto benéfico en Béjar para recaudar fondos con la intención de ayudar a construir una pequeña escuela en Gaza. Aquello salió redondo. Todo el dinero conseguido se destinó a tal efecto y, dos años después, un aulario de 3 clases empezó a dar servicio a noventa niños por temporada. Así ha seguido funcionando hasta hace unas semanas. Acompañado de un pequeño vídeo, la persona que llevaba la escuela, nos relataba, de primera mano, como las bombas lo habían destruido todo. Era desolador ver las imágenes, pero más, leer lo que nos escribía, agradeciéndonos todo lo que hicimos en su momento y que supiéramos que había estado funcionando casi 30 años cumpliendo su objetivo.
Seguí avanzando en los mensajes y, lo siento, pero lo voy a escribir textualmente: “Mi hijo estaba repartiendo, entre los evacuados, medicinas, comida, agua, pañales, acomodar a la gente, etc… Me avisaron. Le hemos encontrado muerto y todo su cuerpo lleno de metralla. Su muerte fue instantánea. Es una pena muy grande, pero con la paciencia, voy a superar esta pérdida irreparable. Como no podemos llegar a nuestras casas, le enterramos, temporalmente, en un terreno y, en el momento en que podamos volver, le llevaremos al cementerio familiar. Me encargaré de cuidar a sus seis hijos. Estoy haciendo todo lo posible para que los niños no sufran por la pérdida del padre. Los tres nietos mayores se dan cuenta. Estoy orgulloso de él porque pagó su vida por ayudar a los demás. Viva Palestina”.
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