En una consulta de rutinario control Isabel Prieto Nieto, mi enfermera de cabecera me pregunta si voy a escribir tras la jubilación de Lola Valverde Gregorio, su compañera de puericultura, la de niños como dicen aquí, a la que el pueblo de Arroyo adora. No me extraña. Lola encarna la transformación de la antigua medicina agresiva en dulzura.
En casa de mi abuela mi ventana se abría a un gran patio, donde vertían sus luces las consultas de enfermería del Seguro, constantemente abiertas en verano. Escuchaba llorar a los pequeños a los que unía mi propio desconsuelo, quienes nada más franquear la puerta eran recibidos por el practicante que jeringuilla en mano decía enérgico: si vas a llorar te pincho con la aguja gorda y te enseñaba una inyección de caballo. Si hasta entonces los críos no habían llorado convertían su cara en manantial.
La medicina de entonces era así, los despachos médicos tenían su camilla y una vitrina donde sobre batea arriñonada, se exponía el instrumental agresivo: fórceps metálicos, escalpelos, espéculos, sondas, cánulas y depresores metálicos para ver las amígdalas. Si el médico te visitaba en casa solicitaba una cuchara, para meterte el mango hasta provocar arcadas.
La medicina dental no te pedía, como ahora, señalar cuando te hace daño. Tu deber era aguantar. La psiquiatría utilizaba el hoy en desuso electroshock y los paritorios espéculos sin avisar, fríos en su paso hacia el miedo.
Todo eso ha cambiado hoy. Lola, la eficaz enfermera de niños se jubiló, con ella ya se había fugado la agresividad en la medicina. Gracias Lola te saludarán los críos para traerte la vieja cofia, la capa de homenaje y agradecerte lo que has hecho por ellos. Gracias.
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