En estas fechas tan señaladas, en el ecuador del mes de agosto, cuando el verano y las vacaciones se unen de forma ineludible en la mayoría de la población española, somos muchos los afortunados que siempre, sin pensarlo, nos vamos “pa’l pueblo”. Maravillosos entornos de paz y armonía natural nos esperan siempre con los brazos abiertos. Más pequeños, más grandes, minúsculos o mayúsculos, nos recuerdan que ahí están y que son la base de la vida que tenemos en muchos sentidos. Es el momento en el que echamos la memoria atrás y, muchas veces, viendo esas fotos antiguas que pueblan los cajones chirriantes de las alacenas y los aparadores de nuestras heredadas casas, nos emocionamos viendo a nuestros ancestros, con sus recios rostros surcados por el trabajo en el campo y sus humildes vestimentas delatadoras de unas jornadas inacabables de multitrabajo. Pero, fijaros bien y descubriréis algo sorprendente: En sus caras cansadas, casi siempre veréis dibujada una sonrisa, una mirada enternecedora y una energía positiva que ya nos gustaría tener a muchos de nosotros, urbanitas con smartphone de última generación, auriculares por bluetooth y gafas de sol polarizadas.
En fin, supongo que, de alguna manera, por eso nos gusta tanto volver al pueblo. Aquí, todo es de verdad, todo se palpa, se huele, se respira. Las personas parecemos estar más abiertas socialmente, más generosas, más solidarias, más felices.
Mi pueblo está en Soria, le quedan dos habitantes. Ahora somos casi doscientos que cuando agonice el mes de agosto nos volveremos a nuestras ciudades, mirando de nuevo el calendario para ver cuando podemos subrayar un finde, un puente, para volver a escaparnos a estos remansos de tranquilidad y desconexión que tanto necesitamos.
¡Benditos pueblos!
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