El rebenque es un látigo corto que usan los argentinos a caballo, para animar con su chasquido a una acción rápida. En el Club de Jubilados de Arroyo, en la mismísima Plaza de España, cuelga junto a la barra uno destinado al recuerdo pampero.
La memoria me despierta la muchacha rubia que trabajaba para un anticuario en la Lisboa alta, cercana al café de Trinitarios y a la escultura del Pessoa en La Brasileña, su cafetería del día a día.
La rubia de la tienda de antigüedades nunca supo, que el dueño enviaba en los pedidos documentos para espías. Si la hubieran cogido con un paquete, sería espía. Su silencio era cómplice, su candidez tapadera.
Estuve interesado en un grabado inglés. Hablé con ella, nos hicimos amigos. Descubrí las excelencias de un rebenque antiguo para vender, una joya. Grueso, forrado y con lengüeta ancha que chascaba la piel de aquella chica.
Tener en mis manos el rebenque hacía que la cara de la portuguesa se trasmutara. Sus ojos imploraban súplica. Lo entendí. Con su piel blanca cruzada por la badana era capaz de entregarse en cuerpo y alma. La sexualidad cada uno la vive a su forma. La chica pasaba de no estar muy católica a tener un rostro de brillo especial, preludio de tarde.
El rebenque se toma del mango, pero para castigar con dureza a los caballos salvajes, por la lengüeta. Martín Fierro, el gaucho, rememora el recao para montar su criollo: espuelas, rebenque, cuchillo, voleadoras, manija para atar las manos del potro y bozal: “Mis espuelas macumbés / Mi rebenque con birolas / rico facón, güeñas bolas / Manea y bosal saqué: Dejé diez pesos en plata blanca, porque al naipe tengo apego”.
La dueña del Rebenque entenderá mi interés.
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