En los sótanos de la plaza mayor de Arroyo, en la del consistorio, en una esquina, estaba la Bodeguita. No era como la cubana que estaba en el medio de la calle, la Bodeguita del Medio; pero era la de Arroyo.
El lugar de manchados tempranos, de chupitos de aguardiente, de cafés solos para trasnochadores, de hamburguesas convertidas en tapas, de diversión mientras se empina el codo, de esa conversación de monólogo que encierra el alma con el dueño. Se hablaba de fútbol, toros, de antenas colocadas, de los suministros que había que dejar para la bodega: coca colas, licores y otros bebestibles mientras se entregaban las consumiciones a los clientes por el ventanillo del principio de la barra.
Vi una película americana que trataba de cómo los días en que permanecía abierto un local de carreteras con una dueña que comprometía sexualmente a los caballeros chóferes, no había accidentes en la carretera, un camino de tránsito negro, una autopista recta sin fin que provocaba sueño irremediable. Aquella mujer mantenía despierta la atención de los usuarios de aquella ruta evitando accidentes.
Henry David Thoreau, el politólogo americano que recomendaba la desobediencia civil con causa, el que inició el deseo de la comuna del Walden, el que ideó el lápiz compuesto Conté, pieza grasa de dibujo para acabados de carbón, decía que en su casa tenía tres sillas una para la amistad, otra para el compromiso social y otra para la soledad, porque la soledad era la compañera más sociable.
La soledad compartida de los bares es como la de los cuadros de Edward Hopper, una soledad mística que ahora en época madura de la vida pesa en nuestras maletas. La bodeguita de Arroyo la evitaba.