Todos sabemos que la mejor manera de aprender a comportarse educadamente, a cultivar la paciencia, a ser empático o a poner en valor el cariño que recibimos de nuestros seres queridos, no es tanto conocer la teoría de todos estos valores sino entender empíricamente la grandeza de convivir rodeado de personas que comparten esta actitud.
Los que somos padres percibimos a diario la condición de esponja constante de nuestros peques que, inevitablemente, se nutre y engorda con todo lo que les rodea, pero, sobre todo, con nuestra manera de comportarnos, de hablar, de emocionarnos, de tratar a los demás… Son dogmas que se van imprimiendo cual tatuajes en su carácter y en su forma de ir entendiendo el mundo en el que les toca vivir y que forjarán, ineludiblemente, su personalidad.
Bueno, pues resulta que, como adultos, seguimos necesitando comprender que un comportamiento educado, calmado, respetuoso y dialogante será siempre considerado, dentro de nuestra sociedad, como la normalidad y la única manera de buscar la consecución de nuestros propósitos.
Por eso es tan importante la ejemplaridad, en estos términos, de aquellas figuras que, a diario, aparecen en los medios de comunicación captando nuestra atención. Así pues, no puedo entender la actitud y el deplorable espectáculo que nos está ofreciendo, últimamente, nuestra clase política cada vez que aparece en escena. Faltas de respeto, palabras malsonantes, dialécticas agresivas, gestos de mal gusto… No, señores, no, esto no es admisible. Me niego a aceptarlo y les pido, desde este pequeño rinconcito del mundo, que reflexionen y entiendan que, una de las trascendentes obligaciones que implica sus cargos, es la de ser un ejemplo para todos los ciudadanos porque, al igual que intentamos hacer con nuestros hijos, ustedes deben mostrar que las cosas no se consiguen por gritar más fuerte, por golpear la mesa, por desprestigiar a los demás, por insultar o por faltar a la verdad. ¿En qué nos convertiríamos si no?